Ya pasado el mediodía de mi vida, hay travesuras y aventuras que el pudor y la amnesia me impiden relatar. Sin embargo, hay una que regresa a mi memoria en los muy lejanos años de secundaria.
Por aquellos tiempos añejos, Steve Jobs iniciaba con sus pininos creativos y el ábaco, que me abrió las puertas a mi inventiva hacía pocos años antes, al haber determinado cómo resolver raíces cuadradas en él, se estaba convirtiendo en historia… de hecho, hoy ya forma parte de la prehistoria todo eso.
En esa lejana distancia, mis amigos y yo nos queríamos comer el mundo a bocanadas, tratando de probarnos a nosotros mismos con estúpidas osadías. A semejanza de San Agustín, el relato no pretende presumir, sino antes viene describir cómo el insatisfactor de aceptación puede llegar a ser letalmente mortífero.
A una cuadra de mi añorada escuela, corren las vías del ferrocarril sobre una avenida (entonces carretera) que siempre hemos llamado Fleteros, por implícitas razones y nunca se le ha llamado así oficialmente. Durante la mañana, se escucha en repetidas ocasiones el invitante silbido de la locomotora; para algunos es causa de precaución, pero para nosotros, era motivo de exaltación.
Las clases transcurrían de 8 a 14 horas y justo 15 minutos después de la salida, el tren rumbo a México pasaba puntual a la cita con nuestro destino. Mis amigos y yo habíamos creado una tradición absurda de abordar sus vagones en movimiento y con una mano asirnos fijamente, mientras que la otra sostenía el novedoso portafolio que había sustituído a las tradicionales mochilas de piel que utilizábamos durante la primaria.
Una vez arriba del convoy, avanzábamos 4 cuadras hasta donde se encontraba una fábrica de calderas y nace una Calzada que nos llevaría a nuestras casas a través de su arboleda y una vez cruzado el Río Santa Catarina. En dicho punto, descendíamos del tren y finalmente nos distribuíamos por dicho andador.
Cada día que pasaba, hacíamos gala de nuestro arte al subir y bajar del tren en movimiento, siendo la envidia de propios y extraños; tanto fue nuestro tambor y fulgor que no faltó el “nuevo” que se quiso unir a la pandilla.
Mi hoy viejo y grato amigo nos quiso acompañar en nuestra peregrina excursión diaria al salir de la secundaria. Obviamente, no le dimos ningún entrenamiento ni capacitación, tampoco hojas de instrucción o ayudas visuales que le facilitarán el acceso, permanencia y descenso sin riesgo, antes bien, hacíamos gala de nuestra habilidad innata para ponernos en riesgo y salir avantes.
Llegamos al punto en cuestión, abordamos sin ningún percance que mencionar, así como avanzamos las rigurosas cuatro cuadras sin el menor contratiempo… el problema fue al saltar fuera del tren.
Como es un elemento en movimiento, la inercia que llevamos tiende a disminuir hasta desaparecer al momento que nos separamos del vehículo transportador; pero, su eliminación no es instantánea, por lo que se debe saltar hacia adelante para bajar corriendo y reducir paulatinamente la velocidad original. Llegamos a hacer gala de nuestra pericia hasta corriendo de reversa entre el piso de cascajo que acompaña a los durmientes de la vía.
Nuestro pobre e infortunado amigo, nuevo en la aventura, simplemente dio un paso al frente.
Como era de esperarse, el inocente disminuyó la inercia rodando agresivamente contra el cascajo, lastimando su integridad, su ropa y su ahora inservible maletín, por lo que sus libros, libretas y demás utensilios escolares quedaron esparcidos por todo el lugar.
Todos corrimos hacia él, pero no con la intención de atenderlo o auxiliarle por su accidente, sino para reírnos burlona y jocosamente de su infortunio.
Finalmente, todos cruzamos la entonces carretera (actual avenida) y recorrimos la usual Calzada que nos llevaría a nuestras casas.
Cuando nuestro enojado amigo llegó a su casa, su madre lo vio todo rasguñado, más en el amor propio que en su exterior (y eso que era bastante); inmediatamente, le demandó una explicación, narrando a lujo de detalle todo lo ocurrido y echándonos de cabeza a toda la pandilla.
Como era de esperarse, al día siguiente fuimos requeridos por el Director, así como nuestros padres, quienes estaban más furiosos que asustados por lo ocurrido. Estábamos esperando la orden de expulsión que, afortunadamente, no llegó.
Posteriormente, el Director convocó a toda la escuela (secundaria y preparatoria) para hacer público el suceso y amenazando a todo aquel osado aventurero que intentase nuevamente subir al tren, quien sería expulsado ipso facto.
Ante la comunidad, éramos unos héroes; ante nuestros padres, unos demonios bien llamados güercos (por el origen griego de la palabra) y ante los profesores, unos irresponsables que merecíamos un castigo más severo que el simple impacto en la calificación.
Ese día transcurrió y terminó con la séptima hora de clase, puntual a las 2:00 pm. Igualmente puntual, el tren se apareció a los 15 minutos y nosotros con él… pero, en las vías estaba uno de los hermanos maristas como guardián del orden, previniendo nuestra inmediata y bien merecida expulsión.
El firme maestro permaneció puntual a la cita todos los días hasta el fin del ciclo escolar; lo cual pudimos constatar, ya que no sólo ese día lo volveríamos a intentar.
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