El cambio de milenio se perfilaba el 01ENE00, siendo realmente un día como cualquier otro…
Bueno, no tanto, a pesar de haber metido algunos goles interesantes en años anteriores (almacén de hielo como acumulador térmico para refrigeración, la caracterización fractal en materiales policristalinos a nivel nano o el efecto fotoacústico para la caracterización térmica), dicho diciembre no fue suficiente mi esfuerzo como para exponer en algún congreso internacional, la manipulación de la solidificación direccionada mediante ultrasonido estaba aún algo verde, por lo que me quedé guardado en casita, en lugar de andar de saltimbanqui, como en otros años.
La gente, siempre en otro canal, tampoco estaba tranquila y navegaba entre mitos de lo más absurdamente simpáticos, por no llamarles de otra manera.
Refugiado en mí mismo, corrí hacia mi pasión: la música. Ese día se estrenó la obra de Fantasía 2000 y, obviamente, estuve presente en el estreno ocurrido mi pueblo.
A diferencia de la eficaz comunicación actual, en aquellos años no sabía con certeza lo que deparaba un estreno de este tipo, aunque la expectativa era muy alta, después de 60 años de esperar una segunda entrega, desde 1940.
Como las mejores cosas de la vida se comparten, invité a mi entonces novia a disfrutar de la esperada maravilla y, como era de esperarse, aceptó.
El estreno ocurrió dicho día y en una sala con el sistema IMAX, en el hoy extinto Planetario Alfa. Siendo que este museo de ciencia era un apoyo académico a la comunidad por parte de la industria local, existían unos camiones que transportaban gratuitamente a la gente desde la Alameda, para regresarlos posteriormente a este mismo lugar; lo cual, me pareció una idea muy divertida, en lugar de llegar en carro al museo-observatorio, como típicamente hacíamos.
Por lo tanto, nos embarcamos en dicha aventura; tomamos el camioncito en la Alameda y nos dirigimos al Planetario, llegando después de una hora de trayecto (en carro, hubiese sido menos de 10 minutos).
Llegamos al Planetario y nos dispusimos a ingresar a la sala tipo IMAX. Como era de esperarse, la obra fue espectacular: el eterno director del MET, James Levine, fue el artista que condujo a la Chicago Symphony Orchestra (CSO), con un repertorio de lujo: repitiendo a Beethoven y a Stravinsky, con una serie de anfitriones y solistas de primer nivel, con una animación impresionante y momentos chuscos que sólo Disney y el sistema IMAX pueden recrear, como Donald tomando un baño antes de salir a escena, atrás de las butacas de los espectadores.
Todo estaría súper, si no fuese por el pequeño detalle que es un recital sinfónico con animación, no una película de “caricaturas” para niños, por lo que la sala estaba equivocadamente repleta de menores, quienes después de 5 minutos, comenzaron a revolotear por todo el auditorio.
El bullicio, el ruido y el desorden no son un problema para mi concentración, que rayó fácilmente en el éxtasis… pero, mi media naranja tuvo otra experiencia completamente distinta, llegando a recibir incluso golpes por parte de los inquietos niños: su butaca y su propia integridad fueron acreedores de la agresión, ante mi párvula ignorancia.
Salí levitando del auditorio y mi novia, bufando en cólera. A partir de ahí, todo se vino abajo.
Me reclamó mi falta de atención e indefensión hacia su persona. Mi inmenso momento de dicha rápidamente mutó en un póstumo recuerdo causi-instantáneo.
Con justa razón, me reclamó hasta el cansancio (y hasta la fecha) el haberle hecho perder el tiempo en una inútil aventura romántica en camioncito y un fatuo paseo por la Alameda (nada grato entonces, nada grato hoy).
Tal vez, si ese año me hubiese aplicado un poco más en mis investigaciones, hasta hubiera conocido a Tony Stark en Bern y no recordaría el bochorno de haber iniciado el milenio entre eternos y recurrentes reclamos.