Llovía plomo ese día de verano en mi pueblo, era el
típico y recalcitrante mes de agosto, con su húmedo calor que sofocaba todo ser
vivo, repasando los 40ºC (así decimos los nativos de mi tierra) desde media
mañana hasta la media noche.
Con 17 años de ilusa experiencia, el párvulo pardillo ingresaba
a la carrera (estudios universitarios); por ese entonces, cargaba conmigo una valentía y
arrojo bizarro que devoraban al mundo a bocanadas, sin suponer siquiera que a
mi formación profesional formal aun le faltaban otros 17 años por avanzar… por
crecer… ¡por divertirme!
Ese día, competían 3 planillas por la titularidad de la
Sociedad de Alumnos, cuyo único objetivo era recaudar fondos para su fiesta de
graduación anual mediante la organización de un épico Simposium anual, donde
participaban las más excelsas mentes del ámbito laboral, tanto privado como público, a nivel nacional e internacional. Grandes anécdotas, epopeyas, encuentros y
sinsabores de décadas me acompañan desde entonces.
Como parte de su exposición, habían separado la cafetería
insignia de la escuela, para hacer una fiesta, con la noble excusa de mostrar
su plan de actividades. Increíblemente, el alcohol no sólo era permitido, sino que hasta fomentado por la institución, dado que los dueños de la escuela son también de la
cervecería local. Por lo tanto, el alcohol corrió, como corrimos entre sus concursos,
donde los premios no importaban, lo que importante era divertirnos con el
alcohol gratuito, patrocinado por la misma escuela.
Aún no se ponía el sol, cuando el evento dio por terminado,
pero evidentemente, yo había perdido la capacidad para poder manejar mi carro, por
lo que tuvo que permanecer almacenado en el estacionamiento de la escuela esa
noche; de alguna manera, mis amigos me auxiliaron para subir a un camión urbano
y regresar a mi casa. Siendo hora pico y atiborrado de un olor a sudor por todo
un día laborado, el borracho enriqueció los aromas con un toque nada digno como
el de sus compañeros de viaje.
Después de una hora de camino, donde la vibración del
camión, el calor, el coctel de aromas y el alcohol dentro de mi cuerpo,
embrutecieron aún más mis sentidos, al fin bajé del camión y emprendí el regreso a mi hogar,
caminando poco menos de 8 km y en subida, ascendiendo por el Cerro del Caído,
donde estaba mi familia. La ancha calle, con sus tres carriles de circulación, fue
testiga muda de mis mejores eses, las que se dibujaban hasta sus canales de estiaje.
Finalmente, llegué a mi casa. Mi hermana de 13 años se
encontraba regando el jardín frontal, cuando descubrió el estado deplorable de
mi intoxicada humanidad. Obviamente, se asustó y llamó a mi madre, diciendo: “¡Mamá,
Jesús está enfermo!”. Mi cuasi infartada madre salió corriendo al escuchar a mi
hermana y darse cuenta que regresé sin el auto… es tremendo todos los
escenarios que se puede recrear por la mente de un padre ante tal situación,
pero al verme semiconsciente, debió haber suspirado de alivio, pero no de
complacencia al descubrir que enfermo, lo que se dice enfermo, pues no estaba.
A como pudo, me tomó del brazo y me llevó a la regadera.
Con todo y mi ropa ingresé, el agua inundó mi cara y los reclamos mis oídos. En algún
momento del incesante bombardeo, me senté y dormité, muy a pesar del golpeteo del agua y de mi destrozada dignidad.
Mi madre cerró la regadera (modismo local) y me despertó. Ya no sé ni cómo me ayudó a vestirme para ingresar a la cama, me recostó y me hizo prometerle que
mi padre nunca se enteraría del bochornoso evento. Como ya eran las 10:00 pm, puntual
como es mi padre, llegó a la casa al cerrar su jornada laboral.
"¡Justo a tiempo!", pensé y me sentí aliviado al reconocer que mi pellejo se había salvado; repentinamente, escuché
por el umbral de la ventana a mi madre salir corriendo para decir:
“¡No sabes
cómo llegó tu hijo!”.